Maduro, «el Rey de los monos»

Una hilera de escudos se erige como único bastión de defensa en contra de las abyectas huestes de la Guardia Nacional. La Ballena lanza en contra de éstos una ráfaga mortal de un elemento que, en otras circunstancias, representa vida. Los escudos caen, los huesos se rompen. Los que aún pueden hacerlo, corren buscando refugio. Aquellos que son incapaces de correr o muy lentos, son rodeados por una decena de motos, quizás más, y aún el doble de funcionarios. Los agarran entre varios, y los empiezan a golpear. Con los puños, con los cascos, con el filo de los escudos. Alguno mantiene una sardónica sonrisa: la de aquel que sabe que su crimen permanecerá impune.

En otro escenario, unas huestes menos armadas, pero no por ello menos sádicas, se acomodan como pueden en lo que debería ser el edificio de la Civilización, de la Democracia, con el único fin de destruir lo que queda de ellas. Su «Presidenta» exhibe acaso la misma sonrisa de los GNB. Se siente orgullosa: aún ante la negativa de una mayoría de la sociedad lograron establecer su constituyente. Venció. Como siempre lo han hecho. Y mientras lo hace habla de paz. A pesar de lo que sus adversarios puedan creer lo hace sinceramente: ella –así como sus compañeros revolucionarios– habla de  la paz de los cementerios.

Que no quepa duda de algo fundamental: el Gobierno tiene poder. Poder en tanto forma de imponer sus decisiones. Es por ello que han invocado a su fraudulenta ANC, porque la Constitución –aún vigente– de 1999, la AN y la Fiscalía les estaban suponiendo serias amenazas para la articulación de ese poder. Así, con la supuesta tesis del «poder constituyente originario», pretenden darle un aire de legalidad a sus delirios absolutistas, los cuales ya hacía efectivos, más flagrantemente y con más costos, desde antes.

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Votar o no votar, esa es la cuestión

Decir democracia es decir elecciones y votos. Esos conceptos son indivisibles, ya que para que el pueblo (demos) ejerza el gobierno (cracia), se le ha de consultar acerca de qué es lo que quiere hacer con ese gobierno; y la mejor, además de única, forma de hacerlo es una elección. Por supuesto, la democracia no depende solo de las elecciones, se requieren también otros preceptos básicos, como la independencia de los poderes.

Pero Venezuela no es una democracia, es una dictadura. El poder ya no reside en el pueblo, sino en un reducido conjunto de malvadas manos. Y ya que éstas han perdido el apoyo popular, se han abocado en transgredirlo y desconocerlo. El 30 de julio lo hicieron de una forma especialmente demoledora y ruin, con unas elecciones que no son dignas de tal nombre. No fue una estocada de muerte a la democracia venezolana, fue una patada a su cadáver.

Luego de semejante parodia de comicios, el Gobierno ha convocado otras elecciones que sí están estipuladas en el calendario electoral: las regionales. Fueron astutos, siempre lo han sido: con esa convocatoria dividieron a la oposición democrática, que se enfrascó en un intenso debate, acaso olvidando otros asuntos más acuciantes: ¿Se pueden ir a elecciones en dictadura? ¿Cómo confiar en un CNE que está claramente subordinado al ejecutivo? Pero, ¿son las elecciones regionales el centro del asunto? ¿Acaso lo que buscamos no es deponer la dictadura?

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Salir de Maduro con balas y no con marchas

Venezuela es una dictadura. No es un secreto a voces, ni un descalificativo malintencionado a un gobierno impopular. Es un hecho evidente y notorio. Para otros análisis quedará la tarea de ver cuando Venezuela pasó de ser una democracia chueca a una dictadura; baste decir que es indubitable que el Estado de derecho se vio herido de muerte desde inicios de 2016, cuando el Gobierno empezó a desconocer la voluntad del pueblo expresada en la AN, mediante un TSJ subordinado al ejecutivo.

Muchas han sido las respuestas foráneas a esta realidad, desde periódicos que, acorde con su manual de redacción, empezaron a clasificar a Venezuela como dictadura, hasta las sanciones impuestas a Maduro por parte de EE.UU,  incluyendo su nombre en un selecto grupo junto a otras infames figuras como Mugabe en Zimbaue; Kim Jong-un en Corea del Norte o Bashar al-Ásad en Siria.

Pero las reacciones realmente importantes  al respecto son las que se manifiestan en el interior del país, las que tienen como objetivo la derrota de la dictadura y la instauración de una democracia duradera que pueda traer la paz. Así, pues, hemos visto como durante los últimos cuatro meses la población se ha volcado a las calles con un espíritu de desafío no violento, lo que ha traído como consecuencia la radicalización de la llamada «Revolución Bolivariana» y el avance definitivo hacia una dictadura al imponerse una Asamblea Nacional Constituyente fraudulenta y sectaria.

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Oh eh oh eh oh, ¿la constituyente va?

Todos nos hacemos insistentemente esta pregunta, especialmente en estas horas previas a la elección de los candidatos a la ANC. Durante los dos últimos meses el conflicto ha girado en torno a la posibilidad de que ésta, que muchos no dudan en declarar inconstitucional, se instale o no. Fue una clara maniobra del Gobierno para recuperar el poder que perdió en diciembre de 2015, con la elección de una Asamblea Nacional de mayoría opositora, a la cual le ha tratado de quitar validez con un TSJ subordinado al Ejecutivo.

La oposición ve en esta Constituyente una sentencia de muerte, ya que sería un suprapoder por encima de todos los poderes establecidos, incluyendo por supuesto a la AN y a la Fiscalía. El Gobierno, por otro lado, ve en esta Constituyente su salvación y su prevalencia en el poder por encima incluso del clamor popular.

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