Una hilera de escudos se erige como único bastión de defensa en contra de las abyectas huestes de la Guardia Nacional. La Ballena lanza en contra de éstos una ráfaga mortal de un elemento que, en otras circunstancias, representa vida. Los escudos caen, los huesos se rompen. Los que aún pueden hacerlo, corren buscando refugio. Aquellos que son incapaces de correr o muy lentos, son rodeados por una decena de motos, quizás más, y aún el doble de funcionarios. Los agarran entre varios, y los empiezan a golpear. Con los puños, con los cascos, con el filo de los escudos. Alguno mantiene una sardónica sonrisa: la de aquel que sabe que su crimen permanecerá impune.
En otro escenario, unas huestes menos armadas, pero no por ello menos sádicas, se acomodan como pueden en lo que debería ser el edificio de la Civilización, de la Democracia, con el único fin de destruir lo que queda de ellas. Su «Presidenta» exhibe acaso la misma sonrisa de los GNB. Se siente orgullosa: aún ante la negativa de una mayoría de la sociedad lograron establecer su constituyente. Venció. Como siempre lo han hecho. Y mientras lo hace habla de paz. A pesar de lo que sus adversarios puedan creer lo hace sinceramente: ella –así como sus compañeros revolucionarios– habla de la paz de los cementerios.
Que no quepa duda de algo fundamental: el Gobierno tiene poder. Poder en tanto forma de imponer sus decisiones. Es por ello que han invocado a su fraudulenta ANC, porque la Constitución –aún vigente– de 1999, la AN y la Fiscalía les estaban suponiendo serias amenazas para la articulación de ese poder. Así, con la supuesta tesis del «poder constituyente originario», pretenden darle un aire de legalidad a sus delirios absolutistas, los cuales ya hacía efectivos, más flagrantemente y con más costos, desde antes.